NOTA: Al publicarlo por primera vez, puse que se trataba de la Ermita de la Virgen de la Coronada, pero realmente esta dista varios kilómetros, que es la razón por la que acabo de detectar que no es la fotografiada. Procedo, por tanto, a corregir esta entrada.
Las ruinas del antigu Iglesia de Santo Domingo quedan a un tiro de piedra del Castillo y Alcazaba de Trujillo, cuya entrada tengo pendiente:
Pese a intuirse un soberbio espectáculo desde la alcazaba, la sorpresa in situ fue notable: el templo carecía de cubierta, pero parte de los arcos que la sostenían permanecían en pie, imagen prototípica de la ruina romántica elogiada por Ruskin. Muchos de los materiales estaban desplomados sobre el suelo, entre ellos crecía una vegetación densa de zarzas y aliantos. Me abrí paso sorteando plantas y desniveles hasta alcanzar una estancia sobreelevada junto al muro norte de la cabecera poligonal.
Hay cierta controversia entre algunos vecinos de Trujillo en torno al destino del templo. Algunos se manifiestan contrarios a la “privatización” del inmueble y a su posterior uso. El planteamiento, a mi juicio, resulta incorrecto, pues la propiedad ha sido privada desde fines del siglo XIX, al menos; es decir, su estatus no ha cambiado. Además, viendo el desinterés de las instituciones por su protección y salvaguarda durante todo este tiempo, la iniciativa privada supone la solución a la más que posible sentencia de desaparición a la que parecía destinado el edificio histórico, y resulta más que loable en sus objetivos y fines.
María e Ignacio están sensibilizados con la protección del Patrimonio hasta el punto de arriesgar sus bienes en el proyecto, cosa a la que muy pocos de los que critican la actuación estarían dispuestos. Cada una de las acciones emprendidas habla de la buena voluntad que les inspira, hasta han dejado huecos en los muros recuperados para la anidación de cernícalos primilla con la posibilidad de contemplar tras unos vidrios tintados la evolución de los polluelos. Están siendo asesorados en todo momento por un equipo experto de profesionales, entre ellos la arquitecta Ana Iglesias y el restaurador José Morillo, ambos buenos conocedores del legado histórico trujillano. Como no podía ser de otro modo, los trabajos cuentan con las supervisiones y autorizaciones administrativas preceptivas, tanto locales como autonómicas, teórica garantía de buenas prácticas en todas las intervenciones sobre el Patrimonio Cultural.
La iglesia de Santo Domingo fue una de las parroquias del Trujillo, en ella rendían culto los vecinos residentes en el barrio del mismo nombre y en el arrabal de Huertas de Ánimas. Su uso conocido se extiende desde el siglo XVI hasta mediados del siglo XIX, estando su abandono condicionado, principalmente, por los daños producidos durante la invasión de las tropas napoleónicas.
El templo consta de una nave única y alargada, compartimentada en cinco tramos, un ábside de planta ochavada y una sacristía dotada de un volumen muy desarrollado en altura. La cabecera contó con una bóveda de crucería muy elevada, de la cual solo se han conservado el arranque de sus nervaduras, una evocación del estilo gótico ya en pleno renacimiento. La nave debió tener un techo de madera, sencillo, a dos aguas. Dos puertas permitían el acceso al edificio: una, la de la epístola, con arco rebajado enmarcado por alfiz; otra, la del evangelio, de medio punto, muy sencilla.
El conjunto muestra dos fases constructivas principales, al menos. Una primera, del primer tercio del siglo XVI, de carácter modesto, y una segunda, a partir de 1566 en que se amplía y mejora sustancialmente el programa constructivo original gracias a la intervención de los arquitectos trujillanos Alonso Becerra y Francisco Becerra, padre e hijo.
Santo Domingo fue la primera obra de empaque en la que Francisco Becerra intervino como maestro, aunque ya con anterioridad había trabajado en monumentos singulares, entre ellos la interesante iglesia de Santa María, también en Trujillo.
Ya plenamente formado en su oficio, Francisco emigró a América. Durante la segunda mitad del siglo XVI y el siglo XVII las colonias americanas estuvieron sumidas en una vorágine constructiva que demandaba la presencia de profesionales altamente cualificados.
En 1573, Francisco Becerra se encontraba ya en México, donde dirigía las obras del convento de Santo Domingo. Dos años más tarde ostentaba el cargo de maestro mayor de la catedral de Puebla, edificio considerado como obra suya en cuanto a diseño y concepción.
Pues no entiendo entonces, por qué se la conocía como “ermita templaria”.
Eso sí, es otro destrozo que tenemos que agradecerle a Napoleón, ese que allá por donde fue se vieron los beneficios de su reinado.
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